viernes

Las salinas

Yo nunca vi la nieve y sin embargo he vivido entre la nieve
Toda mi juventud.
En las Salinas, adonde el mar no terminaba nunca
y las olas eran dunas de sal.
En las salinas, adonde el mar no moja pero pinta.
Nieve de mi juventud prometedora como un árbol de mango.
Veinte varas de sal para cada familia de cristianos. Y aún más.
Sal que los arrieros nos cambiaban por el agua de lluvia.
Y aún más.
Ni sólidos ni líquidos los blanquísimos bordes de ese mar.
Bajo el sol de febrero
destellaban más que el flanco de plata del lenguado.
(Y quemaban las niñas de los ojos.)
A veces las mareas -hora del sol, hora de la luna-
se alzaban como lomos de caballo.
Más siempre se volvían.
Hasta que un mal verano y un invierno
las aguas afincaron para tiempos
y ni rezos ni llantos pudieron apartarlas de los campos de sal.
Y el mar levantó techo.

Ahora que ya enterré a mi padre
y a mi hermano mayor y mis hijos
están prontos a enterrarme,
han vuelto las Salinas altas y deslumbrantes bajo el sol.
Hay también unas grúas y unas torres
que separan los ácidos del cloro.
(Ya nada es del común.)
Y yo salgo muy poco pero Luis -el hijo de Julián-
me cuenta que los perros no dejan acercarse.
Si parece mentira.
Mala leche tuvieron los hijos de los hijos de la sal.
Puta madre.
Qué de perros habrá para cuidar los blanquísimos campos
donde el mar
no termina y la tierra tampoco.
Qué de perros, Señor, qué oscuridad.


Antonio Cisneros, Perú, 1942

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